Muerte (I)

Sé que es una ley: moriremos. Pero no quiero que sigan muriendo, nadie. No lo puedo pedir, pero lo puedo desear, y lo deseo mucho: que nadie muera jamás. Y es absurdo pensarlo y desearlo, pero aún así lo deseo. A veces, sumida en ese absurdo, me permito unos segundos para cerrar los ojos y desear que por lo menos todxs lleguemos a ese momento con la posibilidad de estar y acompañarnos en los últimos instantes de vida, poder estar allí y compartir el último calor, la última mirada, la última respiración profunda, las últimas palabras: transitar juntxs, tomadxs de la mano, para que el dolor que le sigue a la muerte no esté lleno de dolor, para que esos últimos instantes y expresiones de vida nos salven un poco cada uno de los días que seguirán. 

Me duele la muerte, siempre me ha dolido, y no sólo la cercana. Me duele la muerte de todxs, y lloro porque aún no puedo con ella, porque además parece como si ya jamás fuera a dar tregua: cada vez más cercana. Y me tiemblan las manos, me sudan, mi corazón se acelera y suelto en llantollantollantollantollantollanto. ¡Quisiera poder hacer que nadie muriera! 

Y no tengo a quien pedir que haga que todo esto pare: ni dios, ni oración, ni plegaria. Tampoco tengo, porque no la hay, una explicación suficiente. Sólo un grito que no termina de salir. 


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