Sentir el dolor

Ya entendí: la ansiedad es la forma en que he respondido a la depresión. Ese ir y venir vertiginoso de pensamientos rumiantes y catastróficos, ese impulso por siempre estar haciendo algo, por mantenerme ocupada, esa incontrolable tendencia a reaccionar a todo y todxs, es la forma en que mi mente me ha intentado proteger del dolor. La ansiedad, como mecanismo de protección se convirtió en la pantalla de humo que me impidió identificar y sentir el dolor profundo que ha alimentado este estado depresivo por tanto tiempo. 

Hoy, después de tres meses de tratamiento psiquiátrico, lo tengo más claro. Con la ansiedad a raya, reducida a su mínima expresión gracia a la pastilla rosa, puedo conectar sin trabas con ese dolor. Burdo, difuso, generalizado, intenso, profundo e inmenso: así se siente ese dolor por todas partes. Dolor del alma encarnado: mi cuerpo duele. Y tras superar la parálisis que impone el miedo de enfrentar ese dolor apenas descubierto, me doy cuenta que éste me ha acompañado a lo largo de toda mi vida: sí, empiezo a ver las heridas que duelen unas son tan viejas como yo, otras son más recientes, pero ninguna me ha matado. Estoy viva, a pesar de las heridas, con las heridas o, quizá, gracias a las heridas, hoy estoy viva. He sobrevivido a esas heridas, a a sus dolores. Y esta única certeza desbarata ese impulso a reaccionar: desactiva la ansiedad. 

Lo que sigue es el llanto desbordado, porque el dolor se llora: si en verdad duele no hay forma de evitar el llanto porque no sólo es una respuesta anímica, el llanto moviliza todo el cuerpo y su energía en ese proceso de sanar. Así que lloro, sólo lloro, me dejo sentir. Y entonces siento que algo muy mío regresa a mí, algo que había perdido, olvidado o ignorado. Este es el primer contacto conmigo después de un largo periodo de estar ausente de mí.   


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