Hablar, comunicar

X: ¿Recuerdas de qué hablamos la sesión anterior y cuál fue el acuerdo?

A: Sí, hablamos de mis relaciones y de enfocarnos en construir mejores relaciones con las personas. 

X: ¿Y qué pensaste sobre esto en esta semana? ¿Recordaste algo, reflexionas sobre algo en específico?

A: Pues, sí. Justo con relación a un evento con mi mamá, me cuesta mucho  expresar lo que siento, no le digo a la gente cuando me siento mal o cómo me siento, me cuesta mucho compartirlo y cuando finalmente lo digo ya sale racionalizado.

X: ¿Por qué? 

A: No sé con exactitud.... [Larga pausa, mia ojos al techo]
Después de pensar un rato, cuando finalmente me solté hablando ya no paré: ni de hablar ni de llorar. Recordé todas las veces que he dicho cómo me siento y la gente a quien lo dije lo ignoró, lo minimizó o lo desacreditó. Recordé que no me es fácil hablar de emociones y situaciones recurrentes en mi vida porque son lo contrario a la imagen que me construí de mi misma. Recordé que jamás tengo las palabras para poder explicar.

X prosiguió:
X: ¿Crees que esto afecta tus relaciones? 

A: Sí, totalmente. Porque siempre, inevitablemente terminan sabiendo que no me siento o no estoy bien, pero después de mucho contenerme, de intentar no decir nada y, sobre todo, de no mostrarlo. Y cuando ya no puedo más, sale todo, no tengo control de ello y además sale con mucha presión, con fuerza. 

X sugirió que trabajemos a partir de la siguiente semana estrategias de comunicación. Para explicarme a qué se refería me dijo que ella trabajaba con niños de entre 4 y 7 años y les ayudaba a expresar sus emociones. Dijo:
X: Como están muy chiquitos aún no tienen las palabras suficientes o adecuadas para decir qué o cómo se sienten, y su impulso es actuar a partir de la emoción: si están enojados, golpean la mesa o a alguien, por ejemplo. Entonces, mi trabajo con ellos es preguntatarles qué sienten y por qué, y ellos cuentan lo que pasó para que reaccionarán así. Por ejemplo, quizá un niño le pegó a otro niño en la escuela , y yo le digo a quien recibió el golpe, "ah, pues entonces dile a la profesora", y entonces si yo soy la profesora le diría que le diga al niño que lo golpeó que lo lastimó, así el niño siente que su sentir es validado. 

La escuché atenta. Cuando empezó a hablar pensé "uy, reacciono como niña". Primero sentí que estaba muy fuera de lugar el ejemplo de los niños, después sentí vergüenza pues indirectamente me estaba diciendo que tengo un problema de comunicación del mismo nivel que el de los niños. Pero conforme hablaba lo noté: sí tengo un problema de comunicación, y no sólo es del mismo nivel que el de los niños, también lo tengo desde que era niña. 

Entonces empecé a recordar: siempre que me siento mal jamás tengo las palabras para expresar qué es y cómo siento, se me escapan las palabras, siento que no hay las precisas para que los demás sepan con claridad qué me pasa. Jamás es sólo enojo, o tristeza, o angustia, siempre es una mezcla desordenada y muy intensa, tanto que no me salen las palabras, y sólo sé quedarme callada. 

Y recordé más: recordé a mi abuela gritando, ofendiendo, humillando, manipulando a mis tíos. Los recordé a ellos borrachos, callados, recibiendo todo ese parloteo lleno de odio y desprecio sin decir una sola palabra, sin hacer nada; recordé la tensión de todas las noches en su casa por este espectáculo. Me recordé a mi, muy pequeña, sentada, viéndola agredir a mis tíos, viéndolos a ellos sin poder hacer nada para evitarlo, viendo a mi abuelo intentar calmar a todos. 

Me vi a mi allí, en medio de ese drama cotidiano, sin poder reaccionar porque sentía todo al mismo tiempo: mucha tristeza por mís tíos y mi abuelo, mucho coraje con mi abuela, mucha angustia cada segundo de esas escenas violentas, muchas ganas de gritar a todos que se callaran, de gritarle a mi abuela que los dejara en paz, que no le estaban haciendo nada mis tíos, muchas ganas de preguntarle a ella por qué los trataba así. 

Me recordé siendo una niña de menos de 5 años, sintiendo todo eso, sin poder decir nada porque lo sentía todo junto y muy fuerte, aguantándome las ganas de llorar y las ganas de decirles que pararan. Yo sentada en la mesa, con la mirada fija en la taza de café con leche y en la concha, atenta a los detalles de esa cena que no probaba mientras alrededor mío todo era gritos, llanto y palabras de odio. Yo, sentada, queriendo hacer algo y sin poderlo hacer. 

X prosiguió la explicación del método, diciendo:
X: Ya de grandes nadie nos enseña a hablar de lo que sentimos. 

No, nadie nos enseña ni a hablar, ni a escuchar, ni a actuar o responder de tal forma que esas emociones salgan sin hacer daño a los demás. Tampoco nadie nos dice que esas emociones tienen una función, y que hay que darnos tiempo para reconocerlas, para sentirlas y escucharlas, y así luego dejarlas salir de la forma más sencilla que hay: aceptàndolas. Esto no lo dijo X, esto lo dice el budismo.