Jaime

No he dejado de pensar en usted desde el primer día que entró, por primera vez, al hospital a finales del año pasado. Desde entonces, no ha habido un sólo día que no le haya pensado. Empecé a contar los días logrados sin contratiempo. "Ojalá hoy esté bien y termine bien", "ojalá hoy no sienta dolor o que, por lo menos, sea poco". Conté los días muchos meses, esperando que avanzáramos tranquilos a través de ellos hasta llegar al día en que todos vacunados pudiéramos usar todos los recursos a la mano para que usted saliera de su malestar y dolor. Todos los días pensaba, "un día más cerca de que esta terrible pandemia nos de un poco de tregua para poder salir sin tanto riesgo, sin tanto miedo, y poder hacer lo que sea necesario para atendernos". 

No sabe el miedo que sentía de acercarme a usted y contagiarlo por descuido, no sabe la angustia que sentía de saber que estaba sintiendo dolor físico, no sabe la tristeza que me recorría al saber que no podía hacer nada para que usted y su familia estuvieran más tranquilos. Su hijo me dijo una vez que él sabía que no me sentía a gusto con ustedes. No, yo sí me sentía a gusto con ustedes, a mi me gustaba pasar tiempo con ustedes, me sentía tranquila, amada, abrazada por su familia. Pero tenía mucho miedo, yo no la estaba pasando bien con tanto encierro, desde que llegué a Tijuana necesitaba salir pero me contuve para no exponerme y exponerlos a ustedes o a mis propios padres. Por eso empecé a trabajar poco tiempo después de haber llegado, necesitaba salir, necesitaba que mi cabeza pudiera despejarse trabajando en campo. Pero sabía que eso me exponía y, por lo tanto, los exponía a ustedes. 

Tenía mucho miedo. Miedo de enfermarme y morir. Pero más miedo aún de enfermarme y de contagiarlos a ustedes y a mis padres, y de que alguno de ustedes muriera. Y ese miedo se intensificó cuando usted entró al hospital. Yo no creo en Dios, jamás se lo dije pero supongo que lo intuía. Aún así, esa tarde que salimos corriendo a la clínica porque lo habían llevado de urgencia, me entró un terror que ya no me soltó nunca, y no podía dejar de pensar "no Dios, por favor, que no lo hospitalicen, que no lo hospitalicen". No lo quería a usted allí dentro, expuesto, en un sistema de salud pública tan empobrecido e inhumano. "No, por favor, que no lo hospitalicen". Esa vez no lo hospitalizaron, regresamos a su casa los cuatro juntos, y usted estaba mejor, sonreía. Yo respiré, y empecé la cuenta de los días: cada día era un día más cerca de la vacuna, un día más cerca de la pandemia bajo control, un día más cerca para poder hacer un poco más por usted y con ustedes, un día más cerca de que el sistema de salud se regularizara para que usted pudiera ser atendido de su enfermedad. 

Hoy me siento muy triste porque usted no está, hoy terminé de asimilar que ya no está y comprendí por qué me fue tan difícil volver a estar en su casa después que falleció. Ya no  está y me quedé con palabras que había guardado para un mejor momento. No sabe cuántas veces quise darle las gracias por recibirme como me había recibido en su familia, no sabe cuantas ganas tenía de que los cuatro fuéramos juntos al cine, a la playa a caminar, no sabe cuantas ganas tuve de decirle cuánto lo amaba su hijo, cuánto lo admiraba, y no se imagina cuántas ganas tenía de decirle que su hijo era una buena persona, amoroso, tierno, noble y que eso era gracias a usted y a su esposa. 

Estaba esperando el momento justo para decirle esto último, pasé muchos días buscando las palabras precisas, las expresiones adecuadas, porque sabía que escuchar esto lo conmovería. No quería que estuviera nadie alrededor, quería que usted y yo estuviéramos solos para poder decirlo. Yo sé que usted quiso inmensamente a sus hijos, y que el amor a cada uno era incomparable, igual de intenso e inmenso, pero distinto para cada uno. Pero también sé que el amor que tenía a Ismael era muy especial. No sabe cuantas veces vi en su forma de verlo la admiración que usted sentía por él, el orgullo que le hacía sentir. Yo sé, señor, que Ismael era la luz de sus ojos. Y quería decirle que mucho de eso que usted veía en él era por usted y por su esposa. 

Hoy le he pensado todo el día, y no es que no pensara en usted antes. Pero hoy al hacerlo siento un dolor físico en el centro del cuerpo, un vacío, y el llanto no para. Las veces que estuve en su casa después de su muerte me iba a la sala, me sentaba frente a sus cenizas y siempre en mi cabeza venía a mi la pregunta "¿Dónde está señor, dónde está?". Cuando estaba en el comedor, le buscaba en su silla, en su lado de la mesa, o le trataba de recrear en algún punto de la cocina; cuando estaba en la sala, trataba de recuperar algo del sonido que producía cuando estaba en la cocina, y cuando subía a la azotea trataba de recuperar su imagen a través de las veces que lo vi a usted y a su esposa estando allí, tendiendo la ropa. 

Hoy empecé saber dónde está, porque soñé con su esposa y lo vi en ella. Ya sé donde está, está en el amor de su esposa a sus hijos, en el amor de sus hijos a su madre y a usted, en la nobleza de cada uno de ellos, en la fuerza que les está sosteniendo ahorita, en la devoción que siente Ismael por usted y por su mamá, en la felicidad de terminar la casa de sus sueños. Está en cada cosa que ellos hacen, en en la vida que ellos están intentando recomponer con usted presente de otra forma, está en la perra. En mi también está, en muchos recuerdos pero está también en mi cocina, en las palomitas naturales, en mi perro, en un vaso para cerveza que me regaló y en la historia que de él me contó. Está en su hijo, a quien amo, en su sonrisa, en sus ganas, en su fortaleza interna, en sus sueños, en sus manos de constructor. 

Le quise mucho, señor, con un cariño especial que no tuve tiempo de manifestar. Le quise y le llevo conmigo, porque aunque fue poco el tiempo que convivimos fue el suficiente para conocerle. Y hoy estoy triste porque al pensar en usted quisiera poderle ver y es cuando sé que ya no está. Desde aquí, donde estoy, le doy el abrazo con el que me quedé por miedo. Le abrazo y le agradezco por todo.